Un corresponsal en el Congo se casa con una mujer para obtener la visa que le permitirá asistir al juicio de un dictador. Ella lo espera para pasar la luna de miel. Él nunca regresa. ¿Qué puede decir ese hombre veinte años después?
Por culpa del periodismo tengo dos esposas. Ésta es la historia secreta de ese delito.
Entre la capital del Congo-Brazaville, donde me encontraba en junio de 1987, y la República Centroafricana, adonde quería ir desesperadamente, sólo había una hora de vuelo. Pero también me faltaba la visa, de lo cual dependía que yo pudiera asistir a presenciar el final del juicio a Jean Bédel Bokassa, uno de los líderes africanos más depredadores y libertinos de la época. Nacido en una aldea de antropófagos, Bokassa se había convertido en presidente de su país luego de un golpe de Estado. Una de sus grandes temeridades fue convertir la República en su imperio personal. Una mañana fastuosa se coronó como Napoleón I
portando en la cabeza una corona de oro que pesaba casi tres kilos y estaba adornada con veinticuatro mil diamantes y otras piedras preciosas. Bokassa coronó a su mujer llamándola Catherine I y conformó su Corte de Honor con sus cuarenta y nueve hijos. Cualquier periodista habría hecho lo imposible por asistir al juicio a ese tirano para poder contar su historia. Yo, que me encontraba en África cubriendo informaciones para el diario donde trabajaba en el Perú, no podía dejar de estar ahí.
Mientras los habitantes de República Centroafricana se morían de hambre, otro era el ambiente que se vivía en la embajada que ese país tiene en el Congo. Allí, yo contaba con los dedos las horas que me quedaban para obtener la visa y poder volar a Bangui, la capital del antiguo imperio de Bokassa. La secretaria del cónsul, una muchacha risueña de unos veinte años, presenciaba los giros de mi desesperación, y me llamó con su dedo índice.
Poco tiempo antes yo había estado en Angola, cubriendo la Conferencia Internacional Sobre Namibia y Contra el Aparheid, cuando el juicio a Bokassa llegaba a su fin. Entonces los corresponsales nos propusimos asistir en grupo, pero cuando nos enteramos de que en Angola no había una embajada de la República Centroafricana, la mayoría se desanimó. Desde Lima, el director de mi diario me exhortaba a cubrir esa noticia de carácter mundial. De manera que de aquel grupo de corresponsales sólo yo viajé hasta el Congo para obtener una visa.
En la embajada, la secretaria del cónsul debió adivinar el apremio que yo vivía. En cierto momento me habló de la visa, pero luego empezó a preguntarme en inglés quién era yo, cuántos años tenía, de dónde venía, dónde quedaba el Perú, cuál era el idioma, si allí había oro y plata, si había aviones o barcos, y así siguió hasta que una de sus preguntas cambió de golpe mi ánimo y el giro de la conversación:
–¿Eres soltero o casado? –indagó sonriendo.
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